jueves, 19 de enero de 2012

Chicharrones del Zapotal


LUNES, 02 ENERO 2012
Por Armando Salazar

SAN SALVADOR - La comida siempre ha sido una actividad importante en la Humanidad, más cuando ésta se cruza con la guerra. Cuando en el Chalatenango guerrillero oí sobre “chicharrones”, éstos eran ejercicios físicos hasta la extenuación, una sanción ideológica por alguna falta cometida, dormirse en posta, por ejemplo.
Era “sacar la grasa ideológica”. El “chicharrón” era un correctivo para reflexionar y para adquirir fortalezas morales en la lucha guerrillera. Hay que decir que siempre fueron saludables dentro de la organización. Después, aprendimos mucho.
Sin embargo, los chicharrones
llegaron a convertirse en casi un delirio. La pura verdad es la siguiente: por eternidad casi solo comimos frijoles parados y tortillas en la guerra. Pero, los chicharrones… de pronto, tuvieron una expresión casi subliminal: un pedazo de animal muerto chorreando grasa sobre una tortilla.
Pero antes de ese descubrimiento, tuvimos que pasar por otras crudas experiencias. Por los operativos enemigos en La Montañona, la radio tenía que evacuar y hacer el vacío antes de que llegaran las tropas élites a la zona. Entatuzábamos todo. Por las premuras del cañoneo y el bombardeo, una vez se guardaron los frijoles y el maíz en el mismo tatú donde guardábamos la gasolina.
Tras días de novata e insufrible guinda, llegamos a comer moronga en Los Amates, al beso del Sumpul, después de pasar ajilados por La Laguna Seca, Guarjila, Los Ranchos, El Alto y Portillo del Norte. No había más: tortillas chancas de maicillo negro y sangre de vaca, cocida y medio gelatinosa, sin sal. Una sanguaza frente a la que no hubo pudor urbano. La sopa y la carne fueron para los combatientes. No hubo discusión. Después de alguna escapada humazón, pronto llegaron a atizarnos, casa por casa, los helicópteros enemigos con sus M-60 empotradas. Miguel Ángel, Juan Ángel, Haroldo, Juan Carlos, Ricardo, Bety y otros compañeros corríamos girando en torno a las gruesas paredes de adobe. Las tejas y trozos de adobe, caían despozolados a cada paso nuestro.
Al retornar al campamento, llegamos hambreados y maltrechos. Hechos mierda. Chabelita (que los espíritus y sentimientos siempre la tengan iluminada) no tuvo más remedio que hacer las peroladas de frijoles y maíz apestosos a gasolina. Pasamos semanas erutando puro plomo. Una expulsión de gas horrible que nos provocaba qué sé yo, si venía de pulmones, esófago o “a saber quién sabe”.
En el tránsito de 1982-83, los destacamentos de las UV aniquilaron el collar de puestos militares y para-militares alrededor de La Montañona. Producto de muchas explosiones, muchas vacas y terneros se adentraron a los pinares.
Hubo un día que en el campamento de La Farabundo tuvimos cinco animales amarrados, cuidados por Luisón y Neftalí. Pero pronto, por solidaridad, enviamos animales al hospital, al mando y a otras unidades. A pesar de la “abundancia” de carne que tuvimos… hubo un tiempo que no tuvimos sal. No teníamos un simple grano de sal y, aún así, hicimos grandes sopones y cada quién raleaba el cadáver del animal y hacía un pincho al fuego. Las queresas de mosca también compartían con sus señales blancas sobre el cadáver colgado en pitas. Delicioso aquello.
A los pocos meses, otro operativo enemigo, otra guinda. Nos llevó putas. Tuvimos que ir a parar a Los Albertos, al pié del Cerro Eramón, al sur de Arcatao. Allí no hubo más que comer que la deliciosa “sopa de piedras” que preparara Chabelita: un poco de agua con matas de mora. Los murciélagos también nos atendían en aquellas abandonadas y ahumadas casas, incendiadas por la guardia nacional.
Después del aniquilamiento de puestos militares en Chalatenango y primer y demoledor asalto al Cuartel de El Paraíso, la radio tuvo un espacio más consistente de transmisiones y de producción radiofónica. Ese espacio dio para que un día Chabelita nos diera a probar una “sopa de pito”. Elías, su hijo, quedó dormido con el plato de sopa en la mano. A los pocos días, bombardearon el campamento “El Roqueteado”, al norte de Los Naranjos, Las Vueltas. Entonces nos fuimos a hacer vida a Peña Flor, al norte de Guarjila, donde Amadeo hizo una tomatera de verano (un compañero de abastos, sordomudo, desarmado y asesinado cobardemente en marzo de 1984 por tropas  del Batallón Atlacatl).
En ese campamento de Peña Flor, Piquín y Toñito Cañénguez, locutores y productores, después de las transmisiones nocturnas en onda corta, iban diligentemente a la cocina. Buscaban una cacerola, atizaban suavito el fuego y freían frijoles parados como una meticulosa ceremonia religiosa. Y para ello, utilizaban trocitos de margarina “mirasol”…una delicia de la época.
Hablando de comido, cuando salíamos en marchas por operaciones o tránsitos por Radiola (Cinquera), topábamos con las tilapias, pescados que tenían más sabor a lodo que otra cosa. La sal, la simple y silvestre sal, a veces tan escasa, la empezamos a llamar “quesito mareño”… solamente haciendo par con tortillas.
Es por ello que los chicharrones fueron un deliro. Era comer un pedazo de cadáver delicioso. A veces, en pleno operativo enemigo en La Montañona y bajando por el cerro La Burrera o subiendo de Los Vaditos, saltábamos a la blanquecina calle que conduce a El Zapotal. Era una tentación, el diablo puro y sin refrigerar. Mientras seguían cayendo los obuses sobre La Montaña, algunos, nos separábamos de la columna para ir por chicharrones de los cuches del Zapotal. No importaba si la mochila se hormigueaba después o… una puteada por la tardanza en la reincorporación a la columna. En el descanso, compartíamos ese exquisito sabor de cuche, de los lodos del Zapotal

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